Se piensa que Tokio es una ciudad que está llena de gente. No voy a decir yo lo contrario teniendo en cuenta que viven 15 millones de personas tirando por lo bajo, más que entre Alcaracejos e Hinojosa juntas. Y es cierto que si uno coge el metro en la estación de Ikeukuro tiene la sensación de que vienen a por ti, que hagas lo que hagas te van a agarrar unos cuantos miles y te van a dar tu merecido. Si uno anda mirando el mapa del metro en la estación de Ikebukuro lo mejor es meterte en una de sus numerosas cafeterías y así evitar ser pisoteado, con mucho respeto, eso sí, por tíos que parecen todos por lo menos primos hermanos. Menos mal que los gordos son patrimonio del sumo y raro es ver un japonés/a con algún kilito de más.
Pero no todo Tokio es un hervidero de gente con prisas. Uno puede refugiarse en un pequeño santuario sintoísta, o un templo budista, y encontrar un rato de paz pidiéndole a los kamisama (dioses) que alguien del valle de los Pedroches se acuerde de ti y te mande por correo unas lonchas de jamón ibérico. Y si uno no encuentra un templo puede irse un fin de semana por la mañana a una de las zonas más caras y transitadas de Tokio, el barrio de Ginza. Es allí donde están las grandes marcas, las Cartier, Chanel, Vuiton, etc, con edificios propios diseñados por arquitectos de postín. Y en este Tokio inabarcable y supuestamente agobiante uno encuentra la paz en su ombligo, en su omphalos que diría un griego; porque los fines de semana se prohibe el tráfico y uno puede pasear por zonas como Ginza (en la foto) o Shinjuku, verdaderos enjambres de este país, como el que pasea por la calle de la Ronda un 2 de agosto a las 5 de la tarde. Casi dan ganas de sacar una silla de anea y sentarse a ver pasar a los vecinos, como hacía mi abuelo Doroteo en verano a la luz de una bombilla en la puerta de la calle la Ronda, una costumbre que al parecer se ha ido perdiendo.
Fernando González Viñas